El anticlericalismo es un viejo recurso de los progresistas para cerrar filas y apelar a sus fieles. Lo utilizaron a principios del siglo XX, con algaradas memorables como la del estreno de Electra de Galdós, o para unificar la coalición que acabó echando del poder a Antonio Maura con la ayuda de Alfonso XIII. La deriva acabó con la llamada "Semana Trágica" en Barcelona. Los primeros gobiernos de la Segunda República dejaron que el anticlericalismo siguiera prendiendo, con resultados bien conocidos. De la tolerancia a la quema de las iglesias en 1931 se llegó al genocidio –en sentido estricto– de los católicos al amparo de la defensa de la "legalidad republicana". Este fin de semana la Iglesia recuerda a las víctimas de aquellos crímenes.
Ya desde entonces, quiero decir desde principios del siglo XX, el anticlericalismo era un recurso anacrónico. Inventaba un enemigo político que no era tal y movilizaba imágenes y sentimientos –pasiones, en el lenguaje clásico– encaminadas a bloquear al capacidad de raciocinio de los individuos que se dejaban arrastrar por él.
Por eso resulta aún más asombroso que hoy en día, en una sociedad secularizada, la grey progresista siga recurriendo al anticlericalismo como un instrumento de movilización política. Desde el cliché de "la radio de los obispos" hasta la Educación para la Ciudadanía –con su adoctrinamiento masónico castizamente anticatólico–, pasando por las exposiciones pornográficas y blasfemas pagadas con dinero de todos, padecemos hoy un rebrote de esta vieja patología.
Para quien se deja contagiar de él, el mundo queda simplificado. Y él mismo acaba convertido en un ser incapaz de analizar la realidad y de responder ante ella, como les ocurrió al trío de valientes progresistas en Canal Sur, cuando abandonaron el plató del programa, incapaces de argumentar su posición. Es obvio que ya está plantada, y bien cultivada, la semilla del fanatismo y de la intolerancia.
Pero el anticlericalismo es también peligroso para quien pretenda utilizarlo. La Iglesia española no tiene nada que ver con la parodia que pinta el anticlericalismo. Ahora bien nunca, ni siquiera en sus momentos más bajos, ha tenido la intención de dejar de ser una Iglesia popular, la base doctrinal e institucional de una cultura con la que una inmensa mayoría de españoles se siguen identificando. Esa cultura no es religiosa, pero no puede ser ajena al hecho religioso, cristiano y católico. Y la Iglesia tiene el derecho, y desde cierto punto de vista la obligación, de defenderse.
Es posible que muchos progresistas hayan minusvalorado el alcance y la profundidad de lo que el rebrote de anticlericalismo está poniendo en marcha. Aunque sea por instinto de supervivencia, deberían pensárselo dos veces antes de seguir por ese camino.